viernes, 26 de septiembre de 2008

Blogomemorias de Kostas Vidas III. Cap. V

Así pues tenemos a Dolores Ortega I, con sus dos hijas, mi madre Dolores en plena adolescencia y mi tía Marina de apenas diez años que la ayudaban en el horno al salir del colegio. Tres mujeres solas y un negocio, el mejor estado al que se podía aspirar entonces si el marido te salía rana. Bien es cierto que por aquellos tiempos, la base social del nacional catolicismo era la sagrada célula familiar fuera de la que el marido podía hacer lo que le viniese en gana, que no así la esposa, y el divorcio apenas sí lo nombraba el diccionario. Pero existía el “ahí te quedas” o el “a la puta calle”, que inspiró a mi abuela para echar al holgazán de su marido de su casa sin ni siquiera abrir la boca. Eso sí, el mantecado de derechas que le dio le hicieron presagiar lo que le esperaba si se quedaba. Una mujer sola siempre ha alimentado las suspicacias de los vecinos en toda nuestra geografía. Es un hecho contrastado, que no ha podido llegar a contrarrestar del todo ni siquiera la prensa rosa, aunque la televisión, con sus nuevas formas de cotilleo, haya seducido un poco a las antiguas viejas paparazzis a retirar las lentes de sus objetivos detrás de las persianas. En realidad, mi abuela había tenido una conducta intachable dentro de los cánones sociales del momento; trabajaba sin descanso, consciente de la importancia que se le daba a las prácticas religiosas no faltaba a ningún servicio de los prescritos en el antiguo catecismo, mantenía clara la línea de respeto que sus hijas debían tener por ella y por sus vecinos, y por supuesto, no iba sola al bar. Pese a todo, un hecho concreto hizo a mi abuela materna ganarse el respeto de sus conciudadanos ante las especulaciones que alimentaron las tabernas de Albacete los días después de la desaparición de mi abuelo; se corrió la voz de que mi abuela había pagado hasta el último real de la deuda.
Aconsejada por Amparito la estanquera, canceló la cuenta bancaria de la tahona y abrió otra a su nombre. Así mismo, sacó el dinero escondido de solo ella sabía que escondrijo y abrió dos plazos fijos a nombre de las pequeñas hasta su mayoría de edad. El horno siguió funcionando y le extrañó que la clientela no le hiciera preguntas al respecto hasta que un día apareció Don Martín, oficialmente responsable en la ciudad de una conocida casa de seguros, y extraoficialmente organizador de las timbas más importantes de la región desde Toledo hasta Valencia. Esperó a que el horno se vaciase y pregunto a las pequeñas por su madre, que salió al mostrador antes de que la llamaran. ¿Qué desea? ¿No había bastante?¿Todavía debe más? Pues búsquelo.- ¿Podemos hablar a solas un momento?- Las niñas se quedan, ya son mayores para saber lo que ha hecho su padre.- Doña Dolores, discúlpeme, no vengo a extorsionar, no es ese mi trabajo. Vengo a comunicarle que dado que usted mostró la dignidad y honestidad de las que adolece su marido, y puesto que dos días después de solventar usted la deuda, oí a varias mujeres a la salida de misa especular sobre su honradez, me permití la libertad de enviar, a los mismos caballeros que vinieron a cobrar y a los que usted atendió tan amablemente, a dejar constancia en todos los bares y lugares de ocio que usted ha cumplido religiosamente con los pagos de su marido y que es una esposa y madre ejemplar. Del mismo modo, si en algún caso se dudara públicamente de sus buenas costumbres, haríamos cambiar de opinión al responsable con nuestras convincentes técnicas tradicionales. Nada más. Bueno, le dejo una tarjeta, le comunico que su marido es persona non grata en nuestro círculo, y que si alguna vez él la importunara, no dude en ponerse en contacto conmigo, recibirá la misma protección de la que gozan mis asociados. Por cierto, ¿tiene asegurada la tahona?. No, bien. Enviaré a Don Carlos a que le haga una propuesta ventajosa para usted.
Al día siguiente, reforzada moralmente por el apoyo que en cierto modo había comprado, y orgullosa de salir al paso con sus dos pequeñas, encargó sustituir el viejo letrero por un flamante luminoso en el que se leía “LAS ORTEGA. Panadería y Pastelería”. A partir de este momento, el instinto de supervivencia le dictó nuevas conductas a Dolores I que bajo su supervisión veía crecer sanas y nobles a sus hijas. Tras cerrar el horno por la tarde, les enseñaba a hacer caja y llevar las cuentas del negocio, les explicaba lo duro que es enfrentarse sola a ciertas situaciones y lo importante que sería que fueran leales la una a la otra, que bastantes desaguisados de familia había visto. Les decía también, especialmente a mi madre que ya estaba en edad de merecer, que se creyeran lo suficientemente independientes antes de casarse y que miraran con lupa a su futuro marido. Dolores había acabado el bachiller y el preuniversitario y decidió, pese a la insistencia de su madre para que fuera a la universidad, estar un año trabajando a tiempo completo con ella hasta decidir que quería estudiar. La panadería rendía más por aquel entonces que un secretariado, respondía mi madre. En sus ratos libres aprendería inglés. El desparpajo heredado por línea materna y alimentado con el trato al público desde el mostrador ayudó a mi madre a espantar a más de un pretendiente. Fue por aquel entonces cuando Dolores II empezó a pensar que si seguía estudiando, quería hacerlo en otra ciudad. Albacete se le había quedado pequeño.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo de que no iba nunca sola al bar es genial. Me tienes enganchada a la historia: es lo malo de los blogs, que no te lo puedes leer todo del tirón. Un beso y escribe rápido.