martes, 24 de febrero de 2009

"La muerte de una sirena". Capítulo Tercero(de cuatro)

Shean pidió un Ouzo en vaso de plástico y pagó con la tarjeta para conservar aún algo de efectivo en su mochila, no tenía muchas ganas de volver a la ciudad tan pronto. Tomó su vaso y la mochila, cruzo la estrecha carretera hasta el paseo marítimo, saltó la barrera de obra que servía de asiento y se recostó sobre esta sentado en la playa de tierra a liarse un canuto. Entre trago y canuto, apenas si había llegado a esbozar una sonrisa de relajación, de repente sintió un golpe punzante en la coronilla. Con el tiempo justo de soltar el porro, pero sin soltar el Ouzo, y ponerse la mano sobre el dolor agudo y punzante, levantó la mirada y se vio acorralado. Sobre la tarima del paseo asomaba medio cuerpo colosal y ciclado en sentido contrario al suyo que se quedó helado entre el suelo y el muro de medio metro en el que se refugiaba. Ahora sí pudo verle la cara. Te he dicho que no te acerques a ella, tú no hombre suficiente, dijo una voz hormonada en un inglés muy lento, mientras asustado podía ver su timbre vibrar en el cuello ancho. Un puño en alto con un anillo de oro lo amenazaba. El anillo era algo así como un cuño familiar o universitario con un zig zag de emblema en relieve rojo. Tras el mareo inicial comprendió que el rojo no era sino su sangre. Mi amigo Stalin te lo explicará mejor la próxima vez. El joven musculoso desapareció de su vista elevándose de un impulso con su brazo de apoyo. Una vez recuperado del susto que había sido suficientemente grande como para disimular el dolor del capón, decidió seguir con su rutina. Volvió a encender el canuto y se bebió el ouzo, que ya empezaba a calentarse, de un trago. Decidió que no quería estar más tiempo cerca de ese primate, así que se fue a buscar a Dodó y a beber wishkey leyendo a Borroughs en su tienda de campaña.

No había caminado cincuenta metros, cuando divisó a Dodó que hurgaba con su cabeza dentro de una papelera con las patas delanteras apoyadas sobre esta y las traseras sobre el entarimado. Dodó, deja eso, dijo al pasar a su lado, y Dodó decidió obedecer y acompañar a su amigo. Antes de llegar a la falda de la colina que coronaba el acantilado se encontró a la Sra. Sweinsteiger que estiraba las piernas un rato. No pudo menos que preguntarle si en el hotel se hospedaba el animal ciclado con tatuaje de la O.N.U. Ante la respuesta afirmativa le pregunto su nacionalidad. Es griego, ¿por qué?. Shean dio las gracias y respondió para si la pregunta: Vaya, si pasa algo también tengo las de perder. Subió el sendero hasta su campamento pensando que había querido decir el hércules sin cerebro que le estaba amargando el fin de semana con eso de “su amigo Stalin”. No encontró otra explicación más que el hecho de que fuese un fanático político. Insatisfecho ante la conclusión, puesto que no le garantizaba ninguna seguridad prosiguió su camino lanzando un taco de madera que el pequeño Dodó perseguía, alcanzaba y después le devolvía.

Una vez en el campamento puso comida y agua de una botella que reservaba para Dodó que se puso manos a la obra. Sacó de la tienda de campaña una petaca, dio dos tragos para intentar paliar el dolor de cabeza y la lanzó de vuelta por entre la cremallera de la puerta. No podía leer. Se tocó el golpe y todavía sangraba ligeramente. Pensó bajar a la cala y darse un baño, la sal mediterránea le curaría la herida. Se asomó al acantilado y, de repente olvidó la sangre, el dolor y el baño. Sobre una de las rocas bajas de la escollera entre las que se filtraba el agua, mansa a esas horas, vio a la zorra que era una sirena, desnuda y tomando el sol, tan sólo visible desde lo alto de su atalaya. El sol del primer poniente contrastaba el marengo de la roca que servía de lecho a la muchacha con el blanco brillante de aftersun de su piel casi inmaculada si no fuera por las gafas de sol y dos rosados pezones. El pubis no revelaba restos de vello. Parecía una postal de las que se pueden adquirir en cualquier ciudad turística mediterránea. La chica encendió un cigarrillo, seguramente de la hierba que él le había regalado. La idea de la postal le llevó a sacar su cámara reflex digital de la mochila, ajustó los aumentos y empezó a hacer fotos. Tras unos minutos, una nueva figura apareció en el encuadre. El musculitos agresivo de antes que con un bañador de slip, una toalla al hombro, y el brillante komboloi entre los dedos se apuntaba a la sesión fotográfica. Ella se levantó y tendió la mano con naturalidad ofreciéndole el canuto. Si lo llego a saber le cobro la mierda, pensó el excitado O’Neill que ya sólo acertaba dilucidar ideas inconexas. La mula Estalinista rechazó la invitación mientras se quitaba el bañador. La polla, ya en erección, resultaba excesivamente pequeña en un cuerpo tan ciclópeo. La venganza se estaba fraguando, se sonrió Shean. Tras el próximo ferry a Atenas, colgaría las fotos en un portal de internet para que sus amigos griegos y estalinistas vieran la pequeña talla del chulo putas ese. Parece ser que la roca les resultó excesivamente pequeña para echar un polvo, así que recogieron sus cosas y saltando entre la rocas se acercaron más al acantilado hasta que eligieron una tamaño matrimonio donde extendieron las toallas. Muchas de las rocas que los rodeaban quedaban cubiertas por el agua cuando subía la marea y otras servían de abrigo. Siempre y cuando no se acercaran más a la pared del acantilado, Shean tendría una perspectiva perfecta. Sin dilación, la chica, ahora más zorra que sirena, se había arrodillado y metido la polla entera en la boca, mientras con una mano le apretaba el culo y con la otra le apretaba los huevos. Sin darse cuenta, Shean descansaba su brazo derecho con la cámara colgando de la cinta, sus bermudas verdes no eran más que grilletes que le mantenían cogido por sus tobillos al suelo y con la mano izquierda se masturbaba mirando la pareja en acción. En apenas unos minutos Shean notó las sacudidas. Sin limpiarse, se subió las bermudas y volvió a encuadrar. La chica sonriente separaba su cara del pubis masculino, y él hombre le metía el dedo corazón en la boca para jugar con su lengua. La escena se truncó repentinamente. Con un movimiento rápido de labios, la chica le arrebató el sello dorado del dedo y se levantaba riéndose y andando de espaldas con el anillo en la boca. A él pareció no hacerle gracia y caminaba hacia ella con la mano tendida. Saltaron a la siguiente roca y desaparecieron tras el flanco de acantilado que limitaba su perspectiva. Volvió a la tienda dejó su cámara y se sentó al borde del acantilado a esperar si los veía pasar. Transcurrido un rato, el griego volvía se ponía el slip, cogía su toalla y tranquilamente, de roca en roca, abandonó el lugar. Shean se perdió en pensamientos lúbricos, hacía tiempo que no follaba y, tal vez si se comportaba un poco mejor podría hacer algo con la sirena, si el abanico de gustos de esta no se limitaba a hombres de esteroides.

Se puso la mochila de almohada y se quedó dormido al sol. Cuando despertó, el sol, algo más templado ya empezaba a descender del norte al oeste. El día empezaba a acortar, habría dormido unas tres horas. Se desperezó y vio a Dodó que jugaba con las olas en la cala previa a la escollera. Bajó a buscarlo y a darse un baño. Por el camino le asaltó la duda. No había mirado si la toalla de la chica seguía allí. Dodó le siguió hasta la escollera natural, pero el mar se empezaba a mover, y asustadizo esperó a su amigo en la primera de las rocas. Shean vio la toalla que empezaba a mojarse por las primeras olas que se colaban en el laberinto que formaban las piedras. Debía darse prisa, ese paso pronto sería intransitable. Saltando de piedra en piedra por las escarpadas y húmedas plataformas que formaban giró por la esquina del acantilado que había puesto fin a la exhibición sexual que había presenciado. El tiempo se paró de forma drástica. Entre dos de las rocas, flotaba inerme y de perfil, el cuerpo blanco de la chica como si fuera una extensión del cúmulo de algas rubias de su pelo. Ahora la zorra que era una sirena parecía un Ofelia que pretendía ocultar su rostro atrapado entre los cantos de dos rocas oscuras. Tardó mucho en reaccionar, Shean sentía calor en sus sienes la respiración acelerada le sobre oxigenaba. Cuando el mareo iba a culminar en el desmayo, le sobrevino una arcada y vomitó. Tras esto sintió frío en el cuerpo, pero las ideas empezaron a fluir. Pensó en volver al pueblo y pedir a los alemanes que llamaran a la policía, pero cuando quiso hacerlo el mar se había inquietado lo suficiente como para taparle el camino de regreso, sólo podía volver bordeando a nado la escollera. Eso no era problema, era buen nadador. Pronto cambió de opinión. Una serie de imágenes como fotogramas cruzaron por su memoria. En la caseta de tickets de El Pireo habían visto a la chica insultarle, en el barco no habían acabado bien, la estimada alemana se había percatado de su falta de química con la muchacha. Pensarían que había sido él. La sensación de acorralamiento le llevó a decidir que si arrastraba a nado el cuerpo lo bastante lejos, podría deshacerse de él. Existía la posibilidad de que el mar devolviera el cuerpo a una de las playas continentales o a una de las islas vecinas, pero para entonces la sal y los peces habrían acentuado la tragedia de un accidente. Al fin y al cabo, cuántos turistas morían al año ahogados en playas griegas o desnucados por un resbalón inoportuno en una roca mojada. Sin pensarlo dos veces, y con una energía inesperada, liberó el cadáver de su prisión y, al hombro como una pieza de caza mayor, fue hasta el borde oriental de la escollera. En una maniobra contraria al rescate nadó de espaldas arrastrando el cuerpo con su brazo izquierdo por debajo de la axila y sin notar nada especial al tocar sus pechos. Cuando decidió abandonar el cuerpo tuvo que flotar haciendo el muerto un tiempo para recuperarse en parte del esfuerzo. Cerró los ojos durante unos minutos, intentado normalizar su respiración y rezando para que el mar se hubiera tragado a la sirena muerta cuando los abriera. La plegaria tuvo respuesta. Los últimos metros hasta la orilla fueron muy largos, la oscuridad no le dejaba adivinar la distancia real hasta la arena. Cuando la última ola le dejó caer en suelo firme, Dodó estaba allí expectante. Shean lo abrazó,... y ahora sí, lloró. Lloró mucho tiempo por la muchacha, y lloró por él y por su madre.

5 comentarios:

Mariel Ramírez Barrios dijo...

NO CREO QUE ESTE SEA EL FINAL...O SÌ?
UNA HISTORIA MUY INTERESANTE.ESPERO QUE HAYA MÀS-
SALUDO

Kostas Vidas, poeta de cantina dijo...

Hola Mariel,
queda el desenlace que ya está en camino.
Un saludo

Valencia y che dijo...

Y entre llanto y llanto seguro que se fumó algún peta.

Bien Kostaki, bien. Te has desprovisto de tabues y ha salido a la luz el Kosta erótico-festivo. Buena señal, tienes mucho que contar y nos queda mucho bueno por leer

Un abrazo y enhorabuena por el relato

No tardes en colgar el final

Anónimo dijo...

Y entre llanto y llanto seguro que se fumó algún peta.

Bien Kostaki, bien. Te has desprovisto de tabues y ha salido a la luz el Kosta erótico-festivo. Buena señal, tienes mucho que contar y nos queda mucho bueno por leer

Un abrazo y enhorabuena por el relato

No tardes en colgar el final

Kostas Vidas, poeta de cantina dijo...

Hola compañero,
me quedan unos flecos. Antes del fin de semana lo teneis.
Un abrazo