martes, 27 de enero de 2009

"La muerte de una sirena". Capítulo Segundo (de cuatro).


Cuando bajó en el pequeño muelle de Agistri ya estaba seco. El calor y la sal todavía en la garganta le llevaron directamente al primer quiosco a comprar una cerveza fresca. Se sentó en el banco, bebió un largo trago y mientras liaba un cigarrillo distinguió al capitán que lo señalaba junto a un policía y un hombre de paisano de mediana edad que vestía un traje gris sin corbata y gafas oscuras. El hombre de paisano dejó a sus acompañantes junto al muelle y caminó directo a él. Por un momento Shean pensó en levantarse y salir corriendo, pero la imposibilidad de esconderse en una isla tan pequeña le disuadió de lo contrario. ¿Hablas griego preguntó el desconocido? Shean levantó las cejas mostrando desinterés en señal de negación tal y como horas antes le había atendido el quiosquero. Jefe de policía de aduanas, me llamo Stavros, se presentó en inglés y con condescendencia el recién llegado. Sin identificarse, pero con una amabilidad inusual para Shean, el jefe de policía le tendió la mano derecha. El joven devolvió el saludo, esta vez mirando al agente, que con la mano izquierda sostenía las gafas en un gesto de amabilidad mostrando el rostro. El capitán ha informado que has tenido un accidente a bordo. Así es, siguió Shean, me he mareado y he caído al mar. ¿Habías bebido? Tan sólo unos tragos de una botella que acababa de comprar, no estaba borracho. Se disculpó. El capitán me ha dicho que habías bebido media botella, inquirió en tono divertido el agente Stavros para evitar ofender al muchacho. No tanto, respondió Shean un poco más serio. Stavros guardó silencio unos segundos y prosiguió: ¿Te encuentras bien?¿Has ido al médico? Estoy bien, gracias. El agente Stavros sugirió que le dejara ver su documentación para tomarse nota, argumentando que si del accidente derivara alguna lesión, la naviera no se haría cargo de nada al no comparecer la víctima en un examen médico. Shean accedió porqué sabía que no le quedaba otra opción. Se levantó al mismo tiempo que el agente Stavros se despedía. No olvides tirar la lata a una papelera. Shean obedeció y con su mochila siguió su camino.

Cuando tomó la senda que llevaba hasta la pinada al borde del acantilado donde tenía la tienda, Dodó salió a recibirlo. Marrano, la semana que viene te compro un collar antipulgas. El pequeño perro ratero tomó las palabras con cariño y acompañó a su amo circunstancial hasta la improvisada casa. Bajo el pino donde se sujetaba uno de los tensores, Shean abrió una lata de comida para perros que se afanó en liquidar el pequeño Dodó, mientras el joven irlandés con un espejito de viaje y unas tijeras dio buena cuenta de sus rastas y su barba temeroso de que no le dejaran alquilar la habitación con ese aspecto. Mientras metía los enseres en la mochila para asearse en el hotel vio como Dodó dejaba de relamer la lata de comida en un gesto automático. Una perra de algún vecino de Agistri que seguramente andaba en celo merodeaba esos días por la zona. Venga, Dodó, a follar, le gritó Shean satisfecho de no tener que convencerle de que le esperara allí, y Dodó salió como un tiro. Antes de partir observó el paisaje. Era una suerte que permitieran la acampada libre en un sitio así. A Shean, que había crecido en una capital tan climáticamente desagradecida como Dublín, le fascinaban el verde oscuro de los árboles y el amarillo de la maleza. El azul profundo del Egeo invitaba a sumergirse hasta en los días de lluvia que eran bien pocos. Desde lo alto del acantilado había dos calas separadas por una escollera natural a las que sólo se podía acceder a pie y donde se toleraba el nudismo, aunque por estas fechas cada vez eran menos los visitantes. Era una perfecta atalaya de veinticinco metros al borde de la que unos arbustos servían de trinchera para deleitarse cada fin de semana con la pasarela de tetas, culos y penes. Con el recuerdo de algunos de los desnudos se paseó cuesta abajo dibujando composiciones sexuales en su imaginación mientras liaba un canuto. Hoy se quedaría a dormir en el hotel y vería el canal porno en la televisión, se congratuló. Bajaba por el camino que bordea el mar hasta el pueblo observando como el agua formaba un bello vaso sanguíneo azul entre las rocas color marengo, las primeras caladas de marihuana albanesa encendían sus mejillas y le aportaban cierta sensibilidad impresionista a los colores vivos. Sobre una de las rocas divisó ahora al completo la enorme rosa de los vientos con sus aspas en negro y azul a juego sobre la musculosa espalda. El fulano que lo había intimidado estaba sentado con los pies en el agua y jugaba con un gran komboloi con cuentas de metal que brillaba sobremanera. Pensó en tirarle una piedra a esa cabeza rapada como si de un marine hispano se tratara. Si le daba podría matarlo o dejarlo sin conocimiento para que se ahogara, pero desistió en la idea. Las posibilidades de fallar eran enormes y las de que el semental le partiera el pescuezo como a una gallina, más reducidas. Siguió su camino y dos buenas caladas le devolvieron el estado de ánimo.

El hotel lo regentaba un alemán obeso que pasaba el día en el mostrador viendo televisión mientras que su diminuta esposa servía el bar junto a una cocinera albanesa. Parecía que habían encontrado el medio con esta pequeña inversión para labrarse la jubilación en una geografía más alegre que la germana. Ambos hablaban griego, por eso le sorprendió que el agente Stavros se dirigiera a ellos en inglés. Quién sabe si en exceso de amabilidad o simplemente por demostrar a los demás pueblos bárbaros que el pueblo griego y su policía gozaban de un nivel cultural óptimo, el agente Stavros presentaba en la lengua de Lord Byron sus credenciales mientras el orondo alemán se esforzaba por rendir tributo a la lengua materna de la Filosofía. Así pudo enterarse Shean, de una forma divertida, que el agente Stavros acababa de estrenar destino y por ello se encontraba de ruta en las islas presentando sus servicios. El efecto de la hierba alcanzaba su climax y el joven irlandés no pudo dejar escapar algunas ligeras carcajadas que siguieron rítmicamente cuando tras despedirse del hotelero, el agente se dirigió a Shean. Hijo, no me presentes a tu peluquero. Un tipo cachondo el agente Stavros, pensó. El señor Schweinsteiger cogió los cincuenta euros que el joven dejó en el mostrador tras darle una llave a cambio. Directamente comentó lo recién sucedido riendo y manoseando a su menuda esposa. A Shean le recordaban a ese tipo de alemanes que había visto en los videos porno de la web, alemanes en sus cincuenta largos cebados de patata, bacón y mayonesa que agotaban sus últimos recursos libidinosos en el sexo en grupo. Le caían bien los alemanes, cultura eficiente en gentes de moral corta. Si Goethe levantara la cabeza,... se le caerían las lentes del asco. Le divirtió esta última idea.

Tras dejar una bolsa con ropa sucia y abonar el servicio de lavadora, Shean pidió una cerveza y se sentó a esperar un plato de chuletas para comer, eran las cuatro y la maría y la ducha le habían abierto el apetito. Sorpresa, la zorra que era una sirena le observaba dos mesas más a la derecha. Parezco otro, ¿verdad?, dijo Shean pasándose la mano por la barbilla recién afeitada. No pensaba disculparse, toda su vida habían pretendido que lo hiciera, y no iba a hacerlo ahora por un culo gordo que estaba condenado a mirar y no tocar después del espectáculo circense de la pulga. Quiero preguntarte algo, dijo ella sin cambiar el semblante. Acércate. Shean accedió y se sentó en la mesa de su nueva vecina. ¿Te he invitado a sentarte?. Qué te den, contestó ofendido Shean mientras ella rompía a reír. Shean volvió a sentarse con cara de perdona vidas. ¿De donde ha salido tanta confianza?. Oye, siguió ella en voz baja, ¿te queda hierba?. ¿De qué hablas?, replicó el haciéndose el loco. Te lo explico, te has cruzado conmigo cuando venías hacia aquí e ibas fumando. Venga, véndeme un poco. No tengo suficiente. Maldito desagradecido, ¿no te acuerdas lo que ha pasado de camino a aquí? Shean se levantó de mala gana, recogió su mochila y su cerveza y se volvió a sentar junto a la muchacha. Sin sacar las manos de la mochila, contó a pellizcos lo que intuía que serían unos cinco porros, a él le quedaría suficiente hasta el domingo. Por tu acento eres irlandesa, sirena, ¿de dónde? Preguntó mientras utilizaba una bolsa de tabaco de liar para meter la mercancía. ¿y a ti qué? Contestó ella. Oye, qué todavía no te he dado los porros. De Corck, contestó divertida. Toma. Nos ha visto, dijo ella. ¿Quién?. La señora del hotel. Está ahí en la puerta. ¿No importa?. Shean se giró y sonrió a la señora Schweinsteiger, que desde el quicio de la puerta le devolvió la sonrisa. No, esta gente tiene mundo, pero que no se dé cuenta un griego, piensan que esto es como la peste. ¿Cómo la qué?. Nada, está claro que no lees a Camus. Oye, eres un poco impertinente, le recriminó la joven, ¿cuánto es?. Si me la chupas, es gratis, sirena. Eres un gilipollas, ahora no te voy a dar nada. No te la pensaba cobrar, zorra. En ese momento llegó la señora Schweinsteiger con el plato para Shean. La joven advirtió señalando. Aquella es su mesa, señora. Esta corrigió su dirección y depositó el plato en la mesa original de Shean. La joven se levantó y entró al hotel. Qué aproveche. Shean no devolvió la gentileza. La señora Schweinsteiger le regañó maternalmente por la falta de cortesía. ¿Por qué no le has devuelto el saludo? No se ha portado bien conmigo, dijo él. ¿Qué ha hecho? Preguntó curiosa. Me ha salvado la vida.

2 comentarios:

Mariel Ramírez Barrios dijo...

Admiro el don dela narrativa,ese ate que cualquiera sea el tema,te mantiene al hilo.
En este caso
hay un miz que me atrae particularmente
bohemia
,irlandès,Grecia y una vida que se salva aùn a su pesar.
bravo.

Azpeitia poeta y escritor dijo...

Interesante tu blog y tus relatos...un abrazo de azpeitia